miércoles, 6 de septiembre de 2017

LA PROFESIÓN ELOCUENTE.

(Presentación en la Real Academia Española, el 29.4.2015, del libro Historia de la Abogacía Española.)
Modificado para uso como recurso de la clase.

Elocuencia, dice el Diccionario, es «facultad de hablar o escribir de modo eficaz para deleitar, conmover o persuadir»; o también «eficacia para persuadir o conmover que tienen las palabras, los gestos o ademanes y cualquier otra acción o cosa capaz de dar a entender algo con viveza».
El origen de la profesión de abogado está en la elocuencia. Los primeros defensores fueren ciudadanos sobresalientes por su capacidad para persuadir o conmover mediante la palabra.

*Este trabajo omite las referencias necesarias a la profesión de abogado en Atenas. (Se verá en un ensayo especial).

En el Derecho Romano antiguo el primer atisbo de abogacía se presenta en la figura del “patronus causae” que actuaba en los juicios por mera benevolencia y sin remuneración por sus servicios. Eran individuos cuya intervención se solicitaba por razón de su prestigio e influencia.
Esta capacidad para la persuasión, referida al principio a la trayectoria personal del patronus, fue cediendo sitio, poco a poco, a individuos que dominaban la retórica. Los patronos son sustituidos por los oradores forenses, que protagonizan la actividad de los foros por su elocuencia de la República a los primeros años del Principado. Ruggiero explicó con solvencia este cambio que protagonizaron personajes como Cicerón, Quintiliano, Tácito, los dos Plinios, Valerio Máximo o Seneca padre.
Cicerón fue, sin duda, el más grande. No solo por el dominio práctico de la oratoria y su aplicación a causas celebres, sino porque escribió obras sobre la figura del orador romano y las manifestaciones de su arte, cuya influencia se ha mantenido durante siglos: «El orador», «Diálogos del orador», «Bruto o de los ilustres oradores», «De la invención retórica», «Tópicos», «Particiones oratorias», «Del mejor género de los oradores» y la «Retórica a Herennio», que también se atribuyó durante muchos años al Arpinate (aunque hoy está probado que no fue su autor) y desde luego acompañó a las demás obras en los estudios de Retórica. Abrieron también el camino a aportaciones, muy destacadas, de sus discípulos, como las «Instituciones oratorias» de Quintiliano o el «Diálogo sobre los oradores» de Tácito.
Al principio fue, por tanto, la palabra, y no hubo distinción entre el abogado y el orador, el personaje elocuente.
A este arte imprescindible y suficiente, se fue añadiendo poco a poco, a medida que el derecho aplicable se iba haciendo más complejo, la utilización de conocimientos especializados de los que el orador no necesitaba disponer personalmente y que podía obtener recabando la ayuda de un iurisperitus. Aunque esta separación se mantuvo en muchas circunstancias y durante un tiempo difícil de delimitar, acabó cediendo a favor de una fusión del orador y el jurisconsulto de la que resultó un profesional que empezó a ser identificado con el nombre de Advocatus. En el Edicto Perpetuo, redactado por el jurista Salvio Juliano, quedaron expuestas las salvedades para ejercer de abogado que pasarían, siglos después, a las primeras regulaciones castellanas de la abogacía.
La medievalización del Derecho que sigue al hundimiento político del Imperio inutilizó también la poderosa figura del abogado que había terminado de perfilarse en la época del Principado. El gran sistema jurídico romano es sustituido por costumbres locales cuya aplicación e interpretación no requieren el concurso de profesionales: las costumbres son normas creadas por la comunidad local cuyo sentido comprenden sus miembros sin necesidad de expertos.
Pero en los fueros locales se mencionan las intervenciones de hombres buenos que actúan en los juicios en nombre de vecinos ignorantes o incapacitados. Se los denomina voceros porque, según puede leerse en las fuentes, «llevan la voz de otro en un pleito o en cualquier negocio jurídico». La figura del vocero será acogida en el Título 6 de la Partida III, titulado ya «De los Abogados». Vocero es, según la Partida, «Hombre que razona el pleito de otro en juicio, o el suyo mismo, demandando o contestando. Así se llama, porque con voces y con palabras practica su oficio».
Con palabras, de nuevo. Las Partidas, que siguen en la regulación de la abogacía los criterios compilados en el Digesto, no se olvidan de que la marca de la profesión es la oratoria.
De estas mismas fuentes romanas están deducidos las condiciones y límites para el ejercicio de la profesión. Se establecen tres categorías: los que no podían ejercer en ningún caso; los que solo pueden ser abogados de ellos mismos; y los que también podían hacerlo por personas determinadas.
El control esencial establecido en las Partidas para el acceso a la abogacía era el juramento de los candidatos. Pero pronto quedó acreditado que este simple requisito era insuficiente para controlar el acceso a una profesión que estaba transformándose rápidamente al mismo tiempo que se complicaba la simplicidad del derecho medieval a causa de la difusión de la obra justinianea, reelaborada en las Universidades europeas y aclarada por glosadores y comentaristas que añadían, a los preceptos del Código y las Novelas, un arsenal de explicaciones para las que usaban conceptos especializados. El regreso del Derecho Romano ejerció «una acción disolvente sobre el simbolismo medieval, incomprensible y bárbaro para los juristas admiradores del derecho justinianeo».
Una de las consecuencias de estas transformaciones es que los glosadores y comentaristas empezaron a tener tanta autoridad como la ley misma y su cita en los pleitos fue considerada imprescindible para una buena actuación profesional. Quizá los abusos de esa práctica abrieron un periodo de decadencia de la oratoria que fue crítica para el prestigio de la profesión. Los juicios se tornaron enrevesados y profusos de alegatos, abundosos en inutilidades que los dilataban hasta la desesperación de las partes y los jueces. Juan II limitó mediante una pragmática de 1427 las citas de opiniones de cualquier autor posterior a Juan Andrés y a Bártolo. Y los Reyes Católicos aun apretaron más esta restricción porque en la primera Ley de Toro prescribieron que los únicos autores que podrían citarse en lo sucesivo serían Bartolo de Sassoferrato, Baldo de Ubaldis, Juan Andrés y el Abad Panormitano.
Pero no debió arreglarse mucho la situación con estas medidas porque más de un siglo después Quevedo se quejaba de los alambicados procesos legales que hacían imposible la justicia.
En las Cortes de Madrigal, celebradas en 1476, oyeron los Reyes Católicos las quejas de los procuradores sobre tales abusos a los que imputaban la dilación insoportable de los juicios. Las Cortes de Toledo de 1480 tomaron medidas para evitar los perjuicios causados por abogados ignorantes. Las Ordenanzas reales de Castilla u Ordenamiento de Montalvo, impreso por primera vez en 1484, anunciaban la reforma, que finalmente impusieron las Ordenanzas de Abogados y Procuradores que promulgan los Reyes Católicos en Madrid el 14 de febrero de 1495. Serán la regulación de la abogacía más importante de la edad moderna, cuya influencia se proyecta, a través de la Nueva Recopilación de 1567 y de la Novísima de 1805, hasta el siglo XIX.
Las Ordenanzas reconocen la importancia de la profesión para la Justicia y regulan por ello los aspectos principales del acceso a la misma y de su ejercicio. El requisito del juramento medieval resultaba garantía insuficiente y se añade por primera vez el examen previo de los candidatos, al que seguiría la inscripción en la matrícula de los abogados. Para todo ello se precisaba ser graduado, exigencia que también es nueva en relación con la legislación de Alfonso X. Graduado se consideraría, a estos efectos, el bachiller, que según los planes de estudios de las Universidades de la época, necesitaba una formación de cinco años. Las Ordenanzas regulaban todos estos extremos, sentando, como he dicho, el principio general del examen: «De aquí en adelante, decían, ninguno pueda ser abogado en el nuestro Consejo, ni en nuestra Corte ni Cancillería, ni ante las justicias de nuestros reinos, sin que primeramente sea examinado y probado por los de nuestro Consejo y oidores de nuestras Audiencias y por las dichas Justicias y escrito en la matrícula de los abogados».
Aparecen también en la época de las Ordenanzas de 1495 algunos problemas que han acompañado a la profesión hasta hoy mismo: la defensa de los pobres, los honorarios, y, sobre todo, la cuestión de la pasantía, que había sido implantada en las Leyes de Toro y que se convirtió en una herramienta esencial para asegurar la calidad del ejercicio. «Todos los letrados —establecieron aquellas leyes— no puedan usar de dichos cargos de justicia, ni tenerlos sin que primeramente hayan pasado ordinariamente las dichas leyes de ordenamientos y pragmáticas, partidas y fuero real». La práctica de la pasantía se desarrolló de diferentes maneras al cabo de los siglos, pero siempre implicó la adquisición de formación práctica al lado de otros profesionales experimentados.
Las críticas literarias a una potentísima profesión emergente se mantuvieron con dureza. Muchas de ellas estarían apoyadas en las seguras envidias que empezaría a suscitar el prestigio de clase influyente de los letrados, pero otras, fundadas en la experiencia explican las nefastas prácticas abogaciles que habían conocido sus autores.
Cómo superar estas malas practicas y arrumbar críticas fue materia de Melchor Cabrera Núñez de Guzmán con su obra titulada “Idea de un abogado perfecto reducida a práctica” publicada en 1683. Don Melchor tenía sobre sus espaldas una amplia experiencia como abogado de los Consejos cuando la compuso. Sostenía que un abogado perfecto tiene que estar instruido en las leyes y doctrinas que se enseñan en la Universidad, pero también formado en la práctica porque con los solos conocimientos teóricos no alcanzaría el perfeccionamiento deseado. Su obra está dividida en tres discursos dedicados, respectivamente, a los privilegios de los abogados, las cualidades que hacen un abogado perfecto, y su prelación en quienes profesan la jurisprudencia. El perfecto abogado tiene que reunir cinco características positivas, que son:
1.- Experto en jurisprudencia;
2.-Versado en el foro;
3.- modesto,
4.- Veraz,
5.- Prudente, Sagaz y Cauto.
Y además tres características de naturaleza negativa:
1.- No verboso,
2.- No caviloso, y
3.- No avaro.
Ideas semejantes, sobre todo acerca de la combinación entre teoría y práctica, expuso Jerónimo de Guevara en su libro Discurso legal de un perfecto y cristiano abogado.
Para garantizar que los abogados reunían estas cualidades excelsas fue, desde principios del siglo XVIII, fundamental el trabajo de los Colegios de Abogados. Se habían constituido desde el siglo XVI agrupaciones privilegiadas con forma de gremios o cofradías, pero su papel regulatorio de la profesión se desarrolló más tarde. La colegiación obligatoria se estableció en 1737 para Madrid. Los estatutos del Colegio madrileño, que en esto copiaron los demás a la letra, decían: «Para ser recibidos cualesquiera abogados en el dicho colegio, hayan de ser de buena vida y costumbres, etc».
Los colegios se instituirán, durante el siglo XVIII, no solo en garantes de la calidad de sus miembros sino también de la cantidad de abogados en cada territorio porque se convirtieron en un filtro eficaz para limitar el número de p. Durante todo el siglo XIX moderados y progresistas pugnarían por mantener el requisito de la colegiación obligatoria o suprimirlo.
El dieciocho fue también el siglo de los cambios de los planes de estudios, que en nuestro libro ha estudiado Mariano Peset, que empezarían a transformar profundamente la formación de los abogados. Muchos abogados asumen los ideales de la Ilustración y sus propuestas reformistas y , en consecuencia tratan de influir en las políticas públicas. El fenómeno se extiende también a las reformas de las normas procesales y a la postulación de cambios en el sistema punitivo del Estado. Las críticas e ideas reformistas que han difundido en Europa Voltaire, los philosophes, y el influyente Cesare Beccaria, son asumidas en España por algunos grandes que actúan en la segunda mitad del siglo, como Jovellanos, Forner, Manuel de Lardizabal o Juan Meléndez Valdés, algunos de ellos académicos de esta Docta Casa, y el último de ellos, Meléndez Valdés, (...) fue un extraordinario orador, como prueba la edición de sus Discursos forenses y, al mismo tiempo, el mejor poeta de la Ilustración.
Vuelvo, al recordarlo, a la elocuencia. Nada más iniciarse el siglo XIX la profesión de abogado tiene todos sus rasgos legales casi completamente depurados. Está determinado por las normas qué estudios mínimos tienen que cursar los aspirantes, las pasantías, colegiación y otros requisitos para el ejercicio, las excepciones y prohibiciones, defensas de pobres, honorarios, deontología, etc. Y aparecen diccionarios, formularios, libros de prácticas y las más varias herramientas de bufete. Se publica con una libertad de no existió precisamente hasta el constitucionalismo. Las constituciones enmarcan además el ejercicio profesional en términos de mayor garantía para los contendientes en los procesos.


Autor: Santiago Muñoz Machado

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