(Presentación
en la Real Academia Española, el 29.4.2015, del libro Historia de la
Abogacía Española.)
Modificado
para uso como recurso de la clase.
Elocuencia,
dice el Diccionario, es «facultad de hablar o escribir de modo
eficaz para deleitar, conmover o persuadir»; o también «eficacia
para persuadir o conmover que tienen las palabras, los gestos o
ademanes y cualquier otra acción o cosa capaz de dar a entender algo
con viveza».
El
origen de la profesión de abogado está en la elocuencia. Los
primeros defensores fueren ciudadanos sobresalientes por su capacidad
para persuadir o conmover mediante la palabra.
*Este
trabajo omite las referencias necesarias a la profesión de abogado
en Atenas. (Se verá en un ensayo especial).
En
el Derecho Romano antiguo el primer atisbo de abogacía se presenta
en la figura del “patronus causae” que actuaba en los
juicios por mera benevolencia y sin remuneración por sus servicios.
Eran individuos cuya intervención se solicitaba por razón de su
prestigio e influencia.
Esta
capacidad para la persuasión, referida al principio a la
trayectoria personal del patronus, fue cediendo sitio, poco a poco, a
individuos que dominaban la retórica. Los patronos son sustituidos
por los oradores forenses, que protagonizan la actividad de
los foros por su elocuencia de la República a los primeros
años del Principado. Ruggiero explicó con solvencia este
cambio que protagonizaron personajes como Cicerón, Quintiliano,
Tácito, los dos Plinios, Valerio Máximo o Seneca padre.
Cicerón
fue, sin duda, el más grande. No solo por el dominio práctico de la
oratoria y su aplicación a causas celebres, sino porque escribió
obras sobre la figura del orador romano y las manifestaciones de su
arte, cuya influencia se ha mantenido durante siglos: «El orador»,
«Diálogos del orador», «Bruto o de los ilustres oradores», «De
la invención retórica», «Tópicos», «Particiones oratorias»,
«Del mejor género de los oradores» y la «Retórica a Herennio»,
que también se atribuyó durante muchos años al Arpinate (aunque
hoy está probado que no fue su autor) y desde luego acompañó a las
demás obras en los estudios de Retórica. Abrieron también
el camino a aportaciones, muy destacadas, de sus discípulos, como
las «Instituciones oratorias» de Quintiliano o el «Diálogo sobre
los oradores» de Tácito.
Al
principio fue, por tanto, la palabra, y no hubo distinción entre
el abogado y el orador, el personaje elocuente.
A
este arte imprescindible y suficiente, se fue añadiendo poco a poco,
a medida que el derecho aplicable se iba haciendo más complejo, la
utilización de conocimientos especializados de los que el orador no
necesitaba disponer personalmente y que podía obtener recabando la
ayuda de un iurisperitus. Aunque esta separación se mantuvo
en muchas circunstancias y durante un tiempo difícil de delimitar,
acabó cediendo a favor de una fusión del orador y el jurisconsulto
de la que resultó un profesional que empezó a ser identificado con
el nombre de Advocatus. En el Edicto Perpetuo,
redactado por el jurista Salvio Juliano, quedaron expuestas las
salvedades para ejercer de abogado que pasarían, siglos después, a
las primeras regulaciones castellanas de la abogacía.
La
medievalización del Derecho que sigue al hundimiento político
del Imperio inutilizó también la poderosa figura del abogado que
había terminado de perfilarse en la época del Principado. El gran
sistema jurídico romano es sustituido por costumbres locales cuya
aplicación e interpretación no requieren el concurso de
profesionales: las costumbres son normas creadas por la comunidad
local cuyo sentido comprenden sus miembros sin necesidad de expertos.
Pero
en los fueros locales se mencionan las intervenciones de
hombres buenos que actúan en los juicios en nombre de vecinos
ignorantes o incapacitados. Se los denomina voceros porque, según
puede leerse en las fuentes, «llevan la voz de otro en un pleito o
en cualquier negocio jurídico». La figura del vocero será acogida
en el Título 6 de la Partida III, titulado ya «De los Abogados».
Vocero es, según la Partida, «Hombre que razona el pleito de
otro en juicio, o el suyo mismo, demandando o contestando. Así se
llama, porque con voces y con palabras practica su oficio».
Con
palabras, de nuevo. Las Partidas, que siguen en la regulación de la
abogacía los criterios compilados en el Digesto, no se olvidan de
que la marca de la profesión es la oratoria.
De
estas mismas fuentes romanas están deducidos las condiciones y
límites para el ejercicio de la profesión. Se establecen tres
categorías: los que no podían ejercer en ningún caso; los que solo
pueden ser abogados de ellos mismos; y los que también podían
hacerlo por personas determinadas.
El
control esencial establecido en las Partidas para el acceso a la
abogacía era el juramento de los candidatos. Pero pronto quedó
acreditado que este simple requisito era insuficiente para controlar
el acceso a una profesión que estaba transformándose rápidamente
al mismo tiempo que se complicaba la simplicidad del derecho medieval
a causa de la difusión de la obra justinianea, reelaborada en las
Universidades europeas y aclarada por glosadores y comentaristas que
añadían, a los preceptos del Código y las Novelas, un arsenal de
explicaciones para las que usaban conceptos especializados. El
regreso del Derecho Romano ejerció «una acción disolvente sobre el
simbolismo medieval, incomprensible y bárbaro para los juristas
admiradores del derecho justinianeo».
Una
de las consecuencias de estas transformaciones es que los glosadores
y comentaristas empezaron a tener tanta autoridad como la ley misma y
su cita en los pleitos fue considerada imprescindible para una buena
actuación profesional. Quizá los abusos de esa práctica abrieron
un periodo de decadencia de la oratoria que fue crítica para el
prestigio de la profesión. Los juicios se tornaron enrevesados y
profusos de alegatos, abundosos en inutilidades que los dilataban
hasta la desesperación de las partes y los jueces. Juan II limitó
mediante una pragmática de 1427 las citas de opiniones de
cualquier autor posterior a Juan Andrés y a Bártolo. Y los Reyes
Católicos aun apretaron más esta restricción porque en la primera
Ley de Toro prescribieron que los únicos autores que podrían
citarse en lo sucesivo serían Bartolo de Sassoferrato, Baldo de
Ubaldis, Juan Andrés y el Abad Panormitano.
Pero
no debió arreglarse mucho la situación con estas medidas porque más
de un siglo después Quevedo se quejaba de los alambicados procesos
legales que hacían imposible la justicia.
En
las Cortes de Madrigal, celebradas en 1476, oyeron los Reyes
Católicos las quejas de los procuradores sobre tales abusos a los
que imputaban la dilación insoportable de los juicios. Las Cortes de
Toledo de 1480 tomaron medidas para evitar los perjuicios causados
por abogados ignorantes. Las Ordenanzas reales de Castilla u
Ordenamiento de Montalvo, impreso por primera vez en 1484, anunciaban
la reforma, que finalmente impusieron las Ordenanzas de Abogados y
Procuradores que promulgan los Reyes Católicos en Madrid el 14 de
febrero de 1495. Serán la regulación de la abogacía más
importante de la edad moderna, cuya influencia se proyecta, a través
de la Nueva Recopilación de 1567 y de la Novísima de 1805, hasta el
siglo XIX.
Las
Ordenanzas reconocen la importancia de la profesión para la Justicia
y regulan por ello los aspectos principales del acceso a la misma y
de su ejercicio. El requisito del juramento medieval resultaba
garantía insuficiente y se añade por primera vez el examen previo
de los candidatos, al que seguiría la inscripción en la
matrícula de los abogados. Para todo ello se precisaba ser graduado,
exigencia que también es nueva en relación con la legislación de
Alfonso X. Graduado se consideraría, a estos efectos, el bachiller,
que según los planes de estudios de las Universidades de la época,
necesitaba una formación de cinco años. Las Ordenanzas regulaban
todos estos extremos, sentando, como he dicho, el principio general
del examen: «De aquí en adelante, decían, ninguno pueda ser
abogado en el nuestro Consejo, ni en nuestra Corte ni Cancillería,
ni ante las justicias de nuestros reinos, sin que primeramente sea
examinado y probado por los de nuestro Consejo y oidores de nuestras
Audiencias y por las dichas Justicias y escrito en la matrícula de
los abogados».
Aparecen
también en la época de las Ordenanzas de 1495 algunos problemas que
han acompañado a la profesión hasta hoy mismo: la defensa de los
pobres, los honorarios, y, sobre todo, la cuestión de la pasantía,
que había sido implantada en las Leyes de Toro y que se convirtió
en una herramienta esencial para asegurar la calidad del ejercicio.
«Todos los letrados —establecieron aquellas leyes— no puedan
usar de dichos cargos de justicia, ni tenerlos sin que primeramente
hayan pasado ordinariamente las dichas leyes de ordenamientos y
pragmáticas, partidas y fuero real». La práctica de la pasantía
se desarrolló de diferentes maneras al cabo de los siglos, pero
siempre implicó la adquisición de formación práctica al lado de
otros profesionales experimentados.
Las
críticas literarias a una potentísima profesión emergente se
mantuvieron con dureza. Muchas de ellas estarían apoyadas en las
seguras envidias que empezaría a suscitar el prestigio de clase
influyente de los letrados, pero otras, fundadas en la experiencia
explican las nefastas prácticas abogaciles que habían conocido sus
autores.
Cómo
superar estas malas practicas y arrumbar críticas fue materia de
Melchor Cabrera Núñez de Guzmán con su obra titulada “Idea de un
abogado perfecto reducida a práctica” publicada en 1683. Don
Melchor tenía sobre sus espaldas una amplia experiencia como abogado
de los Consejos cuando la compuso. Sostenía que un abogado perfecto
tiene que estar instruido en las leyes y doctrinas que se enseñan en
la Universidad, pero también formado en la práctica porque con los
solos conocimientos teóricos no alcanzaría el perfeccionamiento
deseado. Su obra está dividida en tres discursos dedicados,
respectivamente, a los privilegios de los abogados, las cualidades
que hacen un abogado perfecto, y su prelación en quienes profesan la
jurisprudencia. El perfecto abogado tiene que reunir cinco
características positivas, que son:
1.-
Experto en jurisprudencia;
2.-Versado
en el foro;
3.-
modesto,
4.-
Veraz,
5.-
Prudente, Sagaz y Cauto.
Y
además tres características de naturaleza negativa:
1.-
No verboso,
2.-
No caviloso, y
3.-
No avaro.
Ideas
semejantes, sobre todo acerca de la combinación entre teoría y
práctica, expuso Jerónimo de Guevara en su libro Discurso legal de
un perfecto y cristiano abogado.
Para
garantizar que los abogados reunían estas cualidades excelsas fue,
desde principios del siglo XVIII, fundamental el trabajo de los
Colegios de Abogados. Se habían constituido desde el siglo XVI
agrupaciones privilegiadas con forma de gremios o cofradías, pero su
papel regulatorio de la profesión se desarrolló más tarde. La
colegiación obligatoria se estableció en 1737 para Madrid. Los
estatutos del Colegio madrileño, que en esto copiaron los demás a
la letra, decían: «Para ser recibidos cualesquiera abogados en el
dicho colegio, hayan de ser de buena vida y costumbres, etc».
Los
colegios se instituirán, durante el siglo XVIII, no solo en garantes
de la calidad de sus miembros sino también de la cantidad de
abogados en cada territorio porque se convirtieron en un filtro
eficaz para limitar el número de p. Durante todo el siglo XIX
moderados y progresistas pugnarían por mantener el requisito de la
colegiación obligatoria o suprimirlo.
El
dieciocho fue también el siglo de los cambios de los planes de
estudios, que en nuestro libro ha estudiado Mariano Peset, que
empezarían a transformar profundamente la formación de los
abogados. Muchos abogados asumen los ideales de la Ilustración y sus
propuestas reformistas y , en consecuencia tratan de influir en las
políticas públicas. El fenómeno se extiende también a las
reformas de las normas procesales y a la postulación de cambios en
el sistema punitivo del Estado. Las críticas e ideas reformistas que
han difundido en Europa Voltaire, los philosophes, y el influyente
Cesare Beccaria, son asumidas en España por algunos grandes que
actúan en la segunda mitad del siglo, como Jovellanos, Forner,
Manuel de Lardizabal o Juan Meléndez Valdés, algunos de ellos
académicos de esta Docta Casa, y el último de ellos, Meléndez
Valdés, (...) fue un extraordinario orador, como prueba la edición
de sus Discursos forenses y, al mismo tiempo, el mejor poeta de la
Ilustración.
Vuelvo,
al recordarlo, a la elocuencia. Nada más iniciarse el siglo XIX la
profesión de abogado tiene todos sus rasgos legales casi
completamente depurados. Está determinado por las normas qué
estudios mínimos tienen que cursar los aspirantes, las pasantías,
colegiación y otros requisitos para el ejercicio, las excepciones y
prohibiciones, defensas de pobres, honorarios, deontología, etc. Y
aparecen diccionarios, formularios, libros de prácticas y las más
varias herramientas de bufete. Se publica con una libertad de no
existió precisamente hasta el constitucionalismo. Las constituciones
enmarcan además el ejercicio profesional en términos de mayor
garantía para los contendientes en los procesos.
Autor:
Santiago Muñoz Machado
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